Anna Coleman Ladd

¡Se le cambió la cara!

Esta expresión coloquial se refiere al asombro o malestar que nos provoca una situación desagrabable.

Es una sensación inquietante, pero temporal. Como cuando te ves con un ojo cerrado en una foto… ¡Bórrala, estoy horrible!

Visualiza tu imagen después de una noche de fiesta y pocas horas de sueño. Y ahora, sin lavarte la cara ni peinarte, sin ponerte una crema o maquillarte, sin las lentillas ni laca ni gomina, sal a la calle y haz tu vida con total normalidad.

No pretendo fastidiarles el día. Solo quiero que reflexionemos sobre dónde decimos que está la belleza y dónde la colocamos en realidad.

La sociedad nos ha impuesto unos cánones de estética mínimos. Uno puede estar feo, o incluso ser feo, ¿pero puede una persona ser estéticamente repugnante y encontrar la felicidad y la aceptación de los demás?

Pensemos en una guerra, en la I Guerra Mundial. El conflicto estalla en nuestras fronteras y decidimos dejar nuestra vida y a nuestros seres queridos para luchar por la libertad y los derechos de nuestra sociedad. Nos ha estallado metralla en la cara y volvemos a casa, con el rostro desfigurado. Nos falta una parte de la boca, la mitad de la nariz y nuestro ojo derecho está atravesado por una enorme cicatriz que une las quemaduras del pómulo con la frente.

¿Qué hacemos? ¿Quién nos besará? ¿Cómo nos mirarán nuestros amigos? ¿Nos mostraríamos en público como si nada o por el contrario nos aislaríamos de todo lugar concurrido?

¿Belleza interior o belleza exterior? Elijan, pero sean sinceros.  Y ante un horrible y repugnante rostro exterior ¿nos conformaríamos con una gran belleza interior?

Cuando leí por primera vez sobre la vida Anna Coleman, me quedé fascinado. Esta mujer valiente y emprendedora, abrió un estudio de máscaras en París para reparar los rostros de los soldados desfigurados durante la I Guerra Mundial.

¡Increíble!

¿Pero por qué lo hizo si lo importante está en la belleza interior? Veréis, estos soldados se han jugado la vida por la libertad y la defensa de nuestros ideales. Ya están en el escalafón más alto de la belleza interior. Pero sin embargo estos hombres no encontraban familia, ni amigos, ni trabajo y terminaban viviendo de noche y en el aislamiento más absoluto. No estaban enfermos más allá de las secuelas estéticas. Sus problemas radicaban en su desagradable aspecto.

“Los soldados permanecían en el hospital largas temporadas sin que ya se pudiera hacer nada por ellos, por el miedo a enfrentarse a la sociedad.”

Ustedes dirán que pasa lo mismo con el dinero, la clase social, la ropa que lleves o el lugar donde vivas.

Yo les digo que no.

Una persona pobre, sin cultura, de baja clase social o que viva en el peor barrio de la ciudad, si es bella tiene, cuanto menos, la aceptación de su entorno.

La belleza y la fealdad son cartas de presentación. La primera abre puertas, la segunda las cierra.

¡Piénsenlo!

Las máscaras de la señora Anna se deterioraban con el tiempo pero daba igual, siempre era mejor que el verdadero rostro, consecuencia de luchar por defender los valores y las ideas de la sociedad en la que todos vivimos. Eran héroes de un grandioso valor interior, horribles de belleza exterior.

Díganme, ¿quién gana?

Me resulta extraño hablar de este tema tratándolo desde los extremos. Parece que nada debiera tratarse desde el límite pero si nos llenamos la boca de espiritualidad, pongámosla en cuarentena y veremos si supera la prueba.

Comparando dos verdades que parecen absolutas, descubriremos si de verdad soportan o no, la realidad que representan. La filosofía ha tratado la belleza desde distintas teorías y todas parecen tener un punto en común: la belleza es subjetiva. Pero hay una “subjetividad colectiva” que varía en según qué zonas del mundo y según qué tiempos.

En el S. XXI, buscando en Google la palabra “belleza”, el primer resultado es “belleza online” en Amazon, seguido de cientos de tratamientos.

Lleven a su mente a principios del S. XX donde Anna es la directora del más famoso salón de belleza: “El Departamento de Máscaras para la Desfiguración Facial en el Hospital General de Londres”. Un salón de estética donde estaban prohibidos los espejos. El tratamiento consistía en reproducir con máscaras galvanizadas los rostros de los soldados antes de sufrir los horrores de la guerra. Estos hombres eran conocidos como “mutilés”. Unos apestados por culpa de unos cánones que la sociedad ha implantado en nuestro ADN, acompañados de un discurso políticamente correcto. Pero lo que nuestra lengua libera, nuestro interior prohíbe.

Anna Coleman no salvó vidas pero salvó almas al devolver a aquellos hombres, un rostro al que mirarse sin horror.

Les deseo a todos ustedes un “bello” día!!!