Catáfilos
He viajado por todo el mundo buscando lo que no se puede ver, visitar y fotografiar. Lugares prohibidos donde el hombre tiene limitada su entrada por motivos políticos, religiosos, secretos y un sinfín de argumentos que no vienen al caso.
Hace unos años me encontraba en París, ciudad que conozco como la palma de mi mano, y mi objetivo estaba puesto en visitar las catacumbas no oficiales que recorren la ciudad de la luz y que son más del 90% de las existentes.
En el número 1 de Avenue du Colonel Henry Rol-Tanguy está la entrada oficial para el tour por las catacumbas. Alrededor de un kilómetro y medio de ordenados huesos colocados de forma simétrica bajo el suelo, y que al normal de los mortales hace estremecer. Ustedes pueden hacer el tour, yo no, es sencillamente aburrido.
Durante varias noches estuve merodeando por bocas de alcantarillado y algunas direcciones que había conseguido de husmear por aquí y por allá. Y topé con K-P un chico joven, desaliñado, alto y muy delgado que fijaba en su cabeza una gorra de lana y sobre sus hombros una ajustada gabardina negra. Conseguí convencerlo, billetes en mano, de la mía a la suya, para que me dejará acompañarle en lo que sería una visita ilegal a un laberíntico osario. K-P era un catáfilo profesional que había conseguido burlar durante años a los “cataflics”, una policía especial cuyo cometido es vigilar y sancionar a los que osan adentrarse en la huesera no turística de París.
Accedimos a través de una alcantarilla situada al final de un oscuro callejón, y desde ese momento mis ojos permanecieron perplejos al observar estancias repletas de fémures, tibias, cráneos y todo tipo de huesos esparcidos y dejados “de la mano de Dios y del Hombre”.
Pero mi cabeza estaba ocupada en adivinar qué lleva a una persona a pasar días y días en este lugar. La respuesta de K-P fue simple: la emoción, la aventura, la adrenalina, el riesgo y la libertad.
Mi guía, mientras nos adentrábamos por aquella ciudad silenciosa, me advertía de los numerosos derrumbes y la facilidad con que se podía uno perder en este laberinto.
Se calcula que hay alrededor de seis millones de cuerpos exánimes en estas catacumbas que recorren más de 300 kilómetros bajo tierra. Originariamente eran unas antiguas canteras que se utilizaron para vaciar los cementerios de París y evitar las epidemias.
Estos apasionados de las catacumbas han construido una ciudad bajo tierra que incluye salas de arte, salas de cine, lugares donde cada noche se celebran fiestas y otras innumerables actividades.
Durante más de una hora nos adentramos por pasadizos y estrechos pasajes rodeados en todo momento por miradas sin ojos y cabezas sin cerebro. Lleno de barro, polvo y miedo, seguía los pasos de aquel catáfilo que acababa de conocer y del que no me separaba ni un metro para no perder mi billete de salida de esta atracción siniestra.
Llegamos a una sala donde se congregaban otros catafilos, todos bebían una Gavroche, una cerveza francesa cuyo nombre tiene su origen en uno de los personajes de Los Miserables de Victor Hugo, mientras sonaba, La Foule, de Edith Piaf. “Que nadie sepa mi sufrir” es la canción original. Parecía que todo estaba preparado para impresionar al novato.
Apenas hablaban entre ellos, y a mis preguntas unas veces directas y otras al aire tuve como respuesta el silencio. Solo una tenue voz, de dicción perfecta y tono cálido, se solapaba sobre la pertinaz canción dejando un poema de rima libre, del que solo conseguí retener estos versos del final:
“En el lugar donde se acerca uno a lo eterno.
Pensando en cómo, ayer,
desperdiciábamos el tiempo de ocupación estéril.
Es ahora, sin quererlo, donde se consigue vivir después de muerto.
Pues si la vida es estar entre los vivos,
cada noche vendremos a compartir con vosotros nuestro tiempo”.
(éstos versos los recitaron todos los allí presentes al unísono como si de un mantra se tratara).
Después de varias horas de craneales sendas K-P me hizo una señal e iniciamos el camino de vuelta. Accedimos a la negra callejuela y cuando quise despedirme de mi singular guía se había marchado a paso ligero y con un sigiloso “Au revoir”.
Con cada paso, aquella noche, resonaban imágenes de lo que acababa de contemplar, pero mi cabeza se preguntaba una y otra vez: ¿Qué lleva a un hombre a pasar días y días bajo tierra rodeado de huesos?
Mientras sonaba, repetidamente, aquella canción y mis ojos recorrían las paredes óseas sentí por momentos la sensación de que convivía de tú a tú con la muerte, de igual a igual. Como si en esos instantes el miedo a la misma se hubiese convertido en una fuerza intrépida que me permitía mirarla a los ojos. En aquel lugar se consigue la “confusión igualitaria de la muerte” donde se mezclan aristócratas y obreros, blancos y negros, nobles y mendigos. Realmente es el lugar con más igualdad humana que he visitado. Todos están mezclados y sin nombre, no hay recintos familiares, ni cruces de mármol, ni abalorios suntuosos personalizados.
Es tal el miedo con que nos han educado para enfrentarnos a ese momento que buscamos demostrarnos que nosotros no somos cobardes. Y es en ese punto donde tienen cabida las vidas de los catáfilos. El único lugar y momento en que podemos ganar a la muerte es cuando ésta todavía no te ha señalado, y eso se da al ciento por ciento en el parisino calavernario bajo tierra en el que se mueven estos topos humanos.
Buscamos enfrentarnos a ese final de formas diferentes porque no estamos preparados para ello. Ni una religión como la católica que nos ofrece un lugar mejor consigue anular el pavor que la mayoría de nosotros tenemos a perder la vida. Es un sinsentido vivir aterrados por algo que sabemos que va a suceder y que para muchas personas les llevará al paraíso deseado. Algo está fallando en el proceso -vida- cuando un suceso cierto -muerte- nos consigue inquietar toda nuestra existencia.
Todos queremos ser inmortales, pero la realidad se muestra tozuda, igual deberíamos buscar la inmortalidad en la intensidad de la vida.
Este temor nos impide vivir con plenitud. El miedo es el centro de todas nuestras ansiedades. Permanecer rodeado de huesos durante horas te acomoda a la muerte y, aunque suene duro, te ayuda a vivir la vida.
No sé si disculparme por esta reflexión tan oscura, en cualquier caso,
vivamos sin miedo porque con él no hay vida!!!